¡Bienvenidos a nuestro Blog de Historias escritas y visuales! Esperamos que lo disfrutéis.

viernes, 18 de febrero de 2011

LA ÚLTIMA VEZ

Me había levantado a las siete de la mañana para coger un taxi que me llevara a la estación de tren. Debía tomar el AVE de las diez para llegar a Lérida. Hacía frío, tanto, que el vaho lloraba en el cristal de la ventanilla del taxi. La luz del  sol ya había repartido colores a las calles que iniciaban su actividad con los gemidos de los coches. Me pesaban los párpados por la falta de sueño. A pesar de que estuvo encendido el radiador durante toda la noche, no conseguí quitarme la piel de gallina. Todavía ahora, en el taxi, seguía destemplada. Pensaba en mi padre que estaba en el hospital desde hacía quince días. Yo me iba y le dejaba en una habitación blanca y llena de ausencias.  ¿Debería quedarme?-me planteé, pero no podía; ya había agotado todos los días de permiso. Era consciente de que la noche anterior había sido peor que las otras.
 Tenía fiebre, la mirada perdida en el techo sucio y la boca ligeramente abierta.  Allí estuvimos mis hermanas, mi madre y yo.  A ratos sentadas, a ratos de pie alrededor de la cama. Agarrábamos su mano inmóvil, y besábamos su frente caliente. Era una larga despedida.  Le miraba a los ojos intentando adivinar qué podía estar pensando. Igual no pensaba nada o igual se decía: “¿qué mierda estoy haciendo ya aquí?” Quizás se acordaba de cosas agradables, como las excursiones que hacía todos los domingos por la sierra, que se levantaba a las siete de la mañana para ir a la Maliciosa y subir hasta el nacimiento del río Manzanares, o llegar hasta Cabeza de hierro. Llegaba exhausto, con las mejillas sonrosadas por el sol y con olor a Jara. Disfrutaba como nunca de la paella que cocinaba mi madre, mientras nos relataba que había visto un águila, un halcón o algún zorro. Algunas veces yo le acompañaba; ya no podría hacerlo más.  Tal vez le dolía algo. La opinión del médico no me convencía; decía que no sentía nada, pero ¿cómo podía saberlo? Mi padre tenía Alzheimer desde hacía años y apenas se expresaba; nunca se quejaba por nada, aunque el dolor fuera muy grande. Se me saltaron las lágrimas al recordar lo mal que lo pasó al no poder orinar casi en veinticuatro horas por una sonda mal colocada; y él, sólo fruncía el ceño…ni una queja. Cada vez que me acuerdo es como si una esquirla de piedra saltara a mi corazón. Esa última tarde se pasó lenta y triste, hasta la noche, en la que tuve que marchar. Me acerqué a su cama, donde inmóvil permanecía acostado. Tiré de la sábana, que metida perfectamente por los cuatro costados, le oprimía los pies. Después le agarré la mano, caliente, con vida. Podía percibirlo en la tensión de sus dedos, en los latidos de sus venas y en ese calor que la fiebre le provocaba. Pensé que podría mejorar. Que lo mismo la infección generalizada de su cuerpo remitía. Quizás, cuando volviera a visitarle, tendría la mirada más lúcida y la podría dirigir hacia mí.  Le besé la mejilla hundida y le susurré:

-           Papá, te quiero mucho- no se movió, pero sus ojos cambiaron el punto de vista por un instante.

Quise creer que me había oído y entendido. Habíamos discutido mucho, sobre todo cuando yo era adolescente y me preocupaba mucho pudiera dudar de lo que yo sentía.
Me marché con la idea de volver a verle en tres días. Los que iba a estar fuera por cuestiones laborales.

Salí de mi ensoñación cuando, por fin, el  taxi llegó a la estación de Atocha. Eran las 9:20.  Cientos de personas caminaban con prisa por coger sus trenes.  Me sentía como una isla en el medio de un mar de gentes, ajenas a lo que a mi padre le ocurría, tan lejos de adivinar mi pena. Bajé al andén, donde un olor a goma quemada y a alcantarilla me abofeteó al instante. Miraba la hora una y otra vez. Caminaba de un lado a otro del andén con una culpa que crecía insidiosa en mi interior como un dolor agudo. Miré el rótulo digital en el que anunciaban la llegada del tren. Llegó despacio, acariciando casi las vías. “Debería estar con él”-pensé. Apreté el botón verde de la puerta del vagón número tres. Un sonido de descompresión precedió a la apertura de la puerta. Me quedé paralizada. No podía subir. Estaba entorpeciendo el paso al vagón. Una mujer que llegó corriendo, me empujó para pasar. Llegó en el último segundo. Las puertas se cerraron y yo me quedé ahí, en el andén, viendo como el tren marchaba. Entonces reaccioné. Me di la vuelta y me dirigí hacia las escaleras mecánicas que me llevarían a la salida de la estación. “Voy a llamar a mi jefe y después estaré al lado de mi padre”- me propuse. Llegué a la  parada de taxis  donde el frío daba una ligera tregua, con un sol que calentaba un poco los ánimos. Entonces sonó mi móvil; eran las 10:15. Mi corazón aumentó el ritmo de sus latidos. Me temblaban tanto las manos que era difícil encontrar el móvil en el bolso. Palpé hasta encontrarlo y lo saqué. En la pantalla iluminada de blanco aparecía el nombre de mi hermana. Suspiré fuerte. No quería saber, tardé en descolgar.  

      -     ¿Sí? –dije con la voz apagada.

-           Papá ha muerto-contestó ella con un lamento.

Me quedé muda. No reaccioné inmediatamente. Sólo era consciente de que había llegado tarde, muy tarde. Mi hermana seguía al otro lado del teléfono llorando, transmitiéndome una pena infinita.

-          ¿Dónde estás?- preguntó-  ¿Puedes venir ahora?

Ni siquiera contesté en ese momento. Me derrumbé literalmente, llorando desconsoladamente en la cola de la parada de taxis, mientras la gente iba y venía, los trenes salían a su hora y el sol se elevaba en el cielo, como hacía desde millones de años atrás.

SBG

viernes, 28 de enero de 2011

LA ESTANTERÍA DE ÁNGELA


Se levantó a las seis de la mañana en el día de su cuadragésimo cumpleaños. Le daba algo de pánico entrar en esa nueva década, que según dicen, se inaugura con una crisis. Se miró al espejo, analizando cada centímetro de su rostro, preguntándose a la vez, si estaba en el lugar qué quería en el mundo. No lo sabía. Quizás había perdido el tiempo con una relación bucle, que no evolucionaba, y ahora estaba sola. Necesitaba, como ella solía decir, alguien que le “moviera la estantería”, que la hiciera vibrar tanto en lo corporal, como en lo espiritual, alguien que le sacara del día a día monótono en el que vivía. Pensó en su trabajo también, llevaba dos años despotricando acerca de lo aburrido que era. Se dedicaba a la selección de personal en una entidad financiera. “¿Qué diantres hago yo en un banco cuando lo que me gustan son los animales?”. Mientras pensaba en estas cuestiones se quitó el pijama rosa lleno de pelotillas y se metió en la ducha. La forma de enjabonarse, con movimientos circulares, tranquilos y rítmicos, parecían sumirla en la concentración más absoluta. De ese modo llegó a una conclusión: “No, no, no, no, esto no puede ser…no puedo perder mis días en esa oficina llena de cretinos”. 

Y es que en la oficina, Ángela se apagaba un poco. Normalmente llegaba a las ocho, decía Buenos días a todos, suspiraba  y después, se sumía en un “vis a vis “con el ordenador durante horas. Alguna vez, no tenía nada en especial qué hacer, pero más le valía teclear o mover algún papel que otro, antes que ponerse a mirar a las musarañas, para evitar los consabidos chivateos de algún compañero que le echaba el ojo por encima del hombro para ver qué se traía entre manos. Aunque su trabajo y su vida actual le aburrían soberanamente, había unos instantes en los que parecía sentirse la protagonista de una película. Eso sucedía cuando Marco Barelli aparecía. Éste era un italiano que había llegado hacía unos cuantos meses al departamento de marketing de la compañía. De unos cuarenta años, alto, ojos miel, tez  y cabello morenos, con algunas canas que a ella la volvían loca. Siempre que él pasaba al lado de su mesa  la miraba a los ojos  y le decía: “Buon giorno,  principessa”. En ese mismo momento a ella se le derretía el alma y se le escurría por los pies. Pensaba: “¡Dios mío!…como en La vida es bella, ¡me encanta!” Ella devolvía una sonrisa coqueta y respondía: buenos días, con una caidita de ojos de lo más seductor. De ahí no pasaba. No es que no le atrajera Marco lo suficiente, es que no quería ninguna relación más allá de la amistad con nadie del trabajo. Le parecía que sería el centro de habladurías malintencionadas y le gustaba guardar las apariencias. Solía ser muy contenida; sólo había que ver cómo  se movía, con una elegancia exquisita; solía caminar acariciando el suelo alfombrado con los tacones, como una gata. Esa femineidad le impedía a veces, ser más espontánea, liarse la manta a la cabeza y dejarse llevar. Es como si se pudiera derrumbar toda la imagen de seguridad y fortaleza que mostraba en su actitud si así lo hacía. Así que el día que Marco le propuso tomar un café en el bar de al lado, ella, con la excusa más elegante que encontró  dijo que no, aunque se  arrepintió en ese mismo instante.

Salió de la ducha con la mente clara y consciente de que si estaba harta de la monotonía de su vida, algo tendría qué hacer. Todavía no sabía qué, pero por lo pronto, quería cumplir los cuarenta sintiéndose atractiva; “una auténtica principessa”, dijo para sí con una media sonrisa. Se puso  la ropa interior más sexy que tenía: su tanga a lo “hilo dental negro” a juego con el sujetador “tapo lo justito” y unas medias hasta el muslo. Satisfecha ante el espejo se enfundó un vestido negro y se elevó trece centímetros del suelo con sus zapatos de Gucci,” un pequeño capricho, solía decir ella acerca de sus zapatos. Se le pasó por la cabeza que en lugar de ir a trabajar se iba a una fiesta: “¡pero es que es mi fiesta, caramba, cumplo cuarenta!”

Llegó de esa guisa a la oficina, dejando un rastro de perfume caro. Su jefe, que casi nunca saludaba,  se giró para admirar a Ángela. Satisfecha, después de colgar su abrigo, tomó asiento y haciendo sonar sus uñas contra su escritorio pensó en lo que tenía que hacer. Envió unos emails, revisó unos cuantos currículos y recibió con agradecimiento las diferentes felicitaciones de sus compañeros. Esperaba a Marco, y éste no aparecía. Su cabeza no hacía más que dirigirse hacia  el torno de acceso al área en el que ella se encontraba. Oía voces o pasos y giraba la cabeza automáticamente esperando que fuera él. Se impacientaba cada vez más. Era la una y media de la tarde y todavía no le había visto.  “¿Le llamo?”, dudaba. Estaba deseando, pero le daba vergüenza. Empezó a latirle el corazón a toda prisa sólo de pensarlo. “Venga, no lo pienses más… ¡actúa! No tienes nada que perder”, se repitió mentalmente.  Con las manos temblorosas marcó la extensión de Marco. Sonó tres veces la señal y entonces  le escuchó. Se aclaró la voz con un ligero carraspeo y le saludó:

-          Hola, Marco…soy Ángela…de Recursos Humanos…
-          ¡qué sorpresa!, ¿a qué debo el honor, principessa?- respondió él. Ella temblaba y sonreía por los nervios, aunque lo disimulaba bien.
-          Mira, te llamaba porque he pensado que podíamos tomar hoy ese café que siempre posponemos…si puedes…a la salida del trabajo- dijo con cierto temor a una negativa que la avergonzase.
-          Mmmm, ¿qué hora es? Creo que es la una y media… ¿Has comido?-preguntó Marco.
-          Pues, la verdad es que no- contestó Ángela con una tensión en el cuello, que tendría que tratar después en un fisioterapeuta.
-          ¿Te gustaría  con mangare conmigo?-dijo él con voz cantarina y característico acento. Ángela se quedó por unos instantes muda. Hacía tanto tiempo que no hacía este tipo de cosas….
-          Sí, ¿por qué no?, ¿quedamos en el restaurante de la esquina?-contestó.
-          Ma, no…Me gustaría que no fuese aquí, en la oficina. Conozco un sitio que podría gustarte…si te piage…- replicó él.
-          Pero, es que sólo tengo un par de horas…-susurró Ángela para que no la oyeran los demás.
-          En un par de horas estás de vuelta, lo prometo, pincipessa.-afirmó con seguridad.

Y así fue como quedaron en el parking a las dos, para irse a comer y volver en dos horas. Hablaron de los viajes, de la comida, rieron, se conocieron un poco más,  se sedujeron y cuando él la instaba a volver a la oficina, ella dijo que no con la cabeza.

-          ¡un whiskey con hielo, por favor!-gritó al camarero, girándose sin descruzar sus finas piernas, y alzando una mano.

Marco no entendía y se quedó mirándola con un gesto interrogativo en la mirada. Ángela le miró con sus ojos, negros y profundos y le dijo:

-          No quiero volver a la oficina, quiero quedarme contigo.  Sé que los dos deberíamos volver, pero es mi cumpleaños y me ha costado mucho llamarte y venir aquí. Pídete una copa, anda” Marco sonrió y con un movimiento de cabeza, que denotaba incredulidad, pidió otro Whiskey con hielo.

Así es como Ángela, por fin, se lió la manta a la cabeza y decidió disfrutar de las cosas interesantes que se le ofrecían, sin importarle las apariencias, ni siquiera las consecuencias. Pasaron la tarde juntos; ni se les ocurrió volver a la oficina. Caminaron por el Retiro hasta llegar a la Puerta de Alcalá. Allí se hicieron una foto con el móvil; después, a dos manzanas nada más, acabaron haciendo el amor apasionadamente en el piso de Marco. ¿Le importó lo que pudiera decir su jefe? Por primera vez en su vida, no. Se sentía liberada, feliz, dueña de sus actos y completamente transformada.

Al día siguiente, cuando llegó a la oficina, su jefe se dirigió a ella con cara de curiosidad más que de enfado y le preguntó:

-          ¿Qué ocurrió ayer, Ángela?, ¿Te paso algo?
-          Ya lo creo que me pasó- respondió con seriedad-de las cosas más importantes de mi vida- continuó. Su jefe sin entender nada, frunció el ceño y esperó alguna otra respuesta.
-          Me ocupé de un asunto muy importante-contestó mirándole a los ojos y manteniendo por unos segundos la mirada, colocaba su bolso en su escritorio y le daba al botón de encendido del ordenador.
-          ¿Y cuál es ese tema TAN importante?-replicó su jefe remarcando el “tan” con ligera ironía.
-          Una mudanza…tuve que reubicar una estantería...y al final, no fue sólo la estantería, también fue el sofá, la cama, la cocina y el baño…-explicó tranquilamente con una sonrisa, perdiendo la mirada en los recuerdos de la noche anterior. Su jefe no entendió nada y exclamo:
-          ¿Una mudanza?
-           Sí, sí, eso. Ya está solucionado todo, así que no has de preocuparte, gracias- le miró un instante a los ojos y con una sonrisa espléndida se puso a trabajar sentada frente a su ordenador, dejando a su jefe atónito por la respuesta. Todo esto lo dijo con una seguridad aplastante, sin dar una oportunidad a la réplica. Su jefe volvió a su despacho, desconcertado y con la idea de que ella, de alguna forma, le estaba tomando el pelo. Cuando se sentó en su silla lo único que supo decir fue:

-          Ángela, La próxima vez, ¡avisa!

S.B.

domingo, 9 de enero de 2011

Acerca del frío

Todos sabemos lo que es el frío. Digamos que Castilla no es la zona más cálida de España y rara es la vez que alguien se atreve a salir a la calle en mangas de camisa, incluyendo el verano (quién no se ha congelado alguna noche volviendo a casa en camiseta después de que la tarde presagiase una calurosa madrugada?). Precisamente para que esto no vuelva a ocurrir, aquí van algunas señales que he descubierto en Canadá y que me hacen pensar que este sí que es un país frío.


- Canal meteorológico 24 horas:

Sospechad si al zapear en vuestro televisor percibís algo extraño en forma de canal meteorológico 24 horas con predicciones actualizadas constantemente, gráficos de temperaturas mínimas y máximas, posibilidad de nevadas para los próximos días, recuento de centímetros de nieve, pronóstico de ventíscas... en definitiva, la pesadilla de Mario Picazo.



- Festivales de invierno:

España es bien conocida por sus festivales de verano (los guiris dan fe), pero qué hay de festivales en invierno? Terreno inexplorado para los promotores. 
Los canadienses, por el contrario, no se achantan ante los fenómenos meteorológicos desfavorables, y hacen del frío su modo de vida. Tanto es así que nada más comenzar el año (recuerdo que estamos en el hemisferio norte y no es verano) se empiezan a celebrar eventos como el conocido Carnaval de Invierno de Quebec, o sin ir más lejos, el IglooFest, cuyo cartél lo dice todo:



- Escenas de la vida cotidiana:

Un día, al salir de trabajar, me encontré con la siguiente escena a las puertas del metro:



Vale, puede que no sea la mejor foto del mundo. Se trata de un paraguas (lo que queda de él, mejor dicho) que ha sido abandonado por su dueño en una de las papeleras junto a la estación. Ese pobre paraguas al que arrancaron de la calidez de su paraguero,  que pensó que el día era ideal para aguantar chuzos de punta y que diez minutos después (tunel del viento y aguacero apocalíptico incluídos) no es más que un amasijo de hierros y tela. Descanse en paz.


R.

jueves, 6 de enero de 2011

Por fin!!

Por fin, sí. Por fin encuentro un momento y comienzo a escribir en este blog. Como todavía no tengo fotos decentes que enseñaros (he tenido que reparar la cámara y ha llevado su tiempo) aquí os dejo un par de videos para que mañana vayáis con una sonrisa a trabajar ;-)


Arcadi Olivares: El origen de las migraciones modernas

 




Iñaki Gabilondo: La voluntad popular está siendo burlada por las realidades financieras


sábado, 30 de octubre de 2010

EL FIN DEL OTOÑO

Esa mañana  me desperté con la esperanza de que no hubiese terminado todo tan pronto. El travieso sol, que me sacó de mi sopor jugando con mis párpados, me hizo comenzar el día con optimismo. Quería olvidar los fantasmas que otrora me acosaban.
Llegó la tarde con el mismo aire limpio y la luz clara de la mañana.
- ¡Hace un día precioso!Tomemos el té en el jardín, bajo el arce - le comenté a Noa, que había venido a acompañarme como todos los sábados.
- Lo cierto, es que nadie lo diría, creí que hoy tendríamos que tomarlo en el interior- contestó ella.
- Sí, es una sorpresa tan agradable...- respondí con una sonrisa torpe. Hacía tanto tiempo que no sonreía que parecía haber olvidado cómo hacerlo.
Nos sentamos bajo el árbol señorial, que se antojaba como el amo de una gran hacienda, ya que destacaba notablemente entre los numerosos arbustos de bayas y unos cuantos avellanos. Y así, disfrutamos del fuerte sabor del té y los coloridos "macarons". En este estado de incipiente felicidad, me recosté sobre el respaldo de la silla de hierro forjado, para poder observar mejor las ramas desnudas del imponente árbol. Algo captó mi atención y con súbita energía, incorporé mi espalda y  señalé una rama exclamando:
- ¡Mira, Noa!, El  Arce tiene hojas. Bueno, una única hoja que todavía no ha sido exterminada. Luce solitaria, con los colores de un fuego vivo, desafiando lo  inevitable- decía esto sintiendo cierta identificación con el árbol. Noa, acompañando mi mirada con la suya, añadió:
- ¡Sí!, ¡qué hermosa...!Es verdad que parece de fuego; la pena es que las primeras nieves no tardarán en arrebatársela y sepultarla para siempre - Este vaticinio ensombreció mi frágil alegría. Pero como no quería sentirme como los últimos días, intenté obviar las palabras de Noa.
- Pero, todavía está intacta, pensemos en eso. Ayer te hubiese dicho otra cosa, pero hoy mi humor es bueno-respondí. Era cierto, el día anterior amaneció triste, y queriendo combatir la melancolía decidí dar un paseo por el "Mont Royal ". No iba desde el verano, que con su calidez y humedad, proveía  de los verdores más exquisitos a los visitantes de entonces. Un escalofrío recorrió mi espalda al observar los desnudos árboles que se agitaban incómodos ante mi mirada.
- Esqueletos, Noa, eran esqueletos- mascullé al hablarle de mis impresiones del día anterior-El cielo amenazaba descargar su ira e implacablemente, así lo hizo. Volví a casa empapada y con bastante frío. Pensé que ya no habría tregua, pero ya ves, nunca se sabe.

El calor del sol me adormeció, no sé decir cuánto tiempo, hasta que me pareció escuchar un susurro y abrí los ojos:
- ¿Qué ha sido eso?- pregunté, atolondrada.
- Se ha levantado viento, parece que nuestro hermoso día no ha durado mucho. Un nubarrón se acerca por el horizonte. Recojamos todo antes de que nos alcance la lluvia.
Lo que había escuchado en sueños, no era más que el viento, que había llegado veloz sin  apenas darnos cuenta, despeinando nuestros cabellos y formando un remolino de hojarasca. Recogimos la mesa con rapidez y nos metimos dentro de la casa. Una vez en el interior, descorrí la cortina del  amplio ventanal que daba al jardín. Pude observar como el torbellino adquirió tanta violencia alrededor del arce, que parecía querer hacerse con la solitaria hoja a toda costa. Éste se resistía con gran agitación. El espectáculo duró a penas unos minutos, hasta que un arrebato furioso del viento desprendió la hoja. Ésta voló por unos instantes, meciéndose y bailando en el aire. Justo cuando se posó en el suelo, sobrevino la lluvia y la dejó aplastada e inerte.
Con una tristeza que me calaba los huesos, me volví hacia Noa y señalando la hoja muerta en el suelo, le dije:

- Noa, mira...todo ha terminado...

SBG